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El domingo anterior, en alguno de los avances de noticias que no faltan, se contó de un joven en Acapulco que, ansioso por tomarse a sí mismo una fotografía, resbaló de un acantilado, cayó y murió. Un caso terrible, no queda sino pensar en la familia, que presenció el suceso, y sentir su pena… pero luego de esta reacción brota una especie de enojo: ¿por qué nadie le advirtió?, ¿él mismo no se dio cuenta? Y entonces se instala cierta amargura: una palabra, un grito a tiempo y no habría muerto; acto seguido quizá cunda una dosis de culpa entre quienes, cercanos, piensen que pudieron evitado. De este modo el objetivo del muchacho se acerca a la dimensión de lo ridículo, de la tontería: perder la vida por hacerse una selfie; pero es típico de quien por ver apenas uno de los futuros posibles de su acción: publicar en las redes sociales una imagen que le acarreará muchos likes, desestima lo otro, el abismo, lo endeble de su posición, no lo vio, no lo quiso calcular. Al final, eso es justamente lo que da sustancia a los accidentes: perder de vista lo inmediato por fijarse sólo en el efecto deseado.
Hasta esta línea del comentario, lo lógico es considerar: vaya tema para comenzar el año, fúnebre. Pero viene a cuento por dos razones: porque 2017 inició con un velo negro que el gobierno federal puso sobre las perspectivas económicas y sobre el mismo régimen, y porque el caso del joven en Acapulco tiene componentes para situarnos en el momento de decisión del presidente Peña Nieto, y de los diputados y diputadas que lo secundaron, respecto a la medida que conocemos como “gasolinazo”: únicamente tomaron en cuenta que su decreto sumaría pesos a las arcas del erario y se desentendieron del precipicio a la vera del que estaban parados: ¿por qué no advirtieron lo que pasaría? ¿El futuro que su decisión perfilaba fue tan atractivo que les parecieron prescindibles la realidad y el sentir de la gente a la que deben servir con sus acciones? O fue simplemente que los hemos malacostumbrado a que la tibieza al ejercer nuestra ciudadanía les ha extendido, históricamente, un cheque en blanco que no han dejado de cobrar y de disfrutar. Al cabo, esto es justamente lo que incuba los accidentes políticos: perder de vista lo inmediato por atender sólo el efecto que favorecerá a un grupo muy pequeño.
Mientras el Ejecutivo y el Legislativo jugaban con las cifras del presupuesto, imbuidos en lo que con casi absoluta certeza podemos asegurar fue el único factor relevante para este ejercicio: de dónde sacar el dinero para que el aparato del sistema funcione como hasta hoy o, mejor dicho: como hasta diciembre; mecanismo que tal vez para algunos parezca lógico: saber cuánto se tiene como inicio del proceso, y podrían estar en lo correcto, si no acarreáramos una deficiencia severa en la manera de presupuestar: se ha privilegiado la supervivencia, al mejor nivel, de la clase política y sus instrumentos, los partidos, por sobre la idea de mejorar a la sociedad que debe reflejar todo acto presupuestal del gobierno. Imaginemos que lo hicieran de este modo, que comenzaran por poner en la mesa a los millones de pobres que es imperativo sacar de la postración, la inseguridad pública que inhibe la productividad, la construcción de comunidad y la posibilidad de la buena vida, poner al día la infraestructura del país, la educación, los servicios de salud… por mencionar algunos rubros, y entonces establecer cuánto se necesita y de dónde obtenerlo.
Pero no ha sido así ni cuando el petróleo nos hacía ricos, y los temas prioritarios que se han marginado, más la percepción respecto a la corrupción que prima en el país, conforman el borde escabroso, con filo, del abismo al que se precipitaron con el “gasolinazo”; no lo evaluaron y ahí están las protestas y el ahondamiento del desencuentro entre gobierno y gobernados. Nunca una resolución como el alza a los combustibles puede tomarse ajena al contexto en el que será puesta en práctica, es de política básica; porque, aunque fuera buena y pertinente, se desnaturaliza y se recibe como imposición para beneficio de unos pocos, como es el caso. ¿En verdad no sabía el Presidente, y quienes mansamente alzaron la mano, que sus decretos se insertan en un entorno con estado de derecho difuminado, violento, con la mitad de la población pobre y la mitad de la otra mitad en vías de empobrecer, con la desconfianza más alta en los gobernantes? Si respondemos: sí lo sabían, el “gasolinazo” luce como una afrenta, si decimos no, también; o sea, tenemos un gobierno federal meramente documental, inútil incluso para tomarse una selfie.
Por eso toca reconocer las medidas que el gobernador Aristóteles Sandoval propuso para quitar alguna rugosidad al incremento en los combustibles; como corresponde a un gobernante que quiere abarcar mucho del panorama sin abismarse, lo que emprenderá cae en el ámbito de sus atribuciones, evidencia que se hace cargo de la inconformidad y de lo que el alza implica para el costo del trasporte, que afecta a la mayoría, y asimismo hizo política: congelar las tarifas de los camiones, quitar dinero a los partidos y desuncirse del Sistecozome manda un mensaje: hay gobierno, y también hay ciudadanas y ciudadanos. Las protestas tuvieron efecto, no perderlo de vista podría ser la ganancia a largo plazo; y que se desbarranquen los autoritarios, los corruptos y los antidemocráticos depende de nosotros. Pero no debemos relajarnos; estamos aún en la fase de discurso, y con todo y que el gobernador se anotó puntos a su favor, debemos mantener la presión, al menos hasta que pasemos a los hechos constatables.
Es desde este punto, revalorados como ciudadanos y ciudadanas críticos y activos, que sin empacho podemos desearnos y prefigurar un próspero y feliz año…