Por Andrea Prado
«Ordinariamente dice: “almorzábamos antes de las nueve con pan, queso, frutas y algunas veces pasteles y carne fiambre. Entre doce y una comíamos una sopa puchero, más o menos adicionado con distintas sustancias según la ocasión que se ofrecía y con arreglo a la riqueza disponible. A eso de las cuatro se merendaba, se tomaba poca cosa y esto especialmente lo hacían los niños y los que seguían las costumbres primitivas, también había ciertas meriendas a tipo de cenas que empezaban a las cinco y duraban indefinidamente; de costumbre estas comidas eran muy alegres y principalmente agradaban a las señoras que a veces sólo invitaban a las de su sexo excluyendo de consiguiente al masculino. Testifican mis memorias secretas que durante tales convites femeninos, había mucha murmuración, zambra y zacapela”, es decir, todo aquello terminaba en discusiones y peleas. “A eso de las ocho se cenaba en principio a base de asado, platos intermedios, ensaladas y postres”».
Estas fueron algunas de las anotaciones sobre las costumbres gastronómicas de los siglos XVIII y XIX en Europa, presentes en el libro Fisiología del gusto o meditaciones de gastronomía trascendente, la obra más famosa del jurista Jean Anthelme Brillat- Savarin publicada en diciembre de 1825. En ella, y en contraste a lo señalado en entregas anteriores, se describirían también las costumbres del ayuno cuaresmal durante los mismos siglos:
«”Se comía pescado, no se almorzaba y por eso se tenía mayor apetito que de costumbre, a la hora de comer se tomaba cuanto se podía. Pero el pescado y las legumbres se digieren pronto y antes de las cinco estaba uno muriéndose de hambre. Se miraba el reloj y se aguardaba con impaciencia y se rabiaba, y mientras tanto se padecía por alcanzar la salvación eterna, sobre las ocho presentabas en lugar de una cena suculenta, la colación, palabra proveniente del claustro porque al anochecer y reunidos los frailes, conferenciaban sobre textos de los padres de la iglesia y les era licito tomar un vaso de vino. En la colación no podía servirse manteca, huevos ni cosa alguna que hubiese tenido vida, era forzoso contentarse con ensaladas, dulces y frutas, manjares desgraciadamente poco sustanciosos y menos aun con relación a los apetitos que se tenían, se acostaba uno y durante la cuaresma entera siempre se observaba el mismo régimen».
Sin embargo, como el doctor Juan Pio Martinez lo menciona, las excepciones siempre existieron y hubo quienes a cambio de unos cuantos pesos se libraron de los sacrificios cuaresmales.
«Con frecuencia se conseguían dispensas para consumir lácteos a condición de dar alguna contribución de caridad, tales dispensas eran conocidas en Alemania como cartas de o acerca de la mantequilla y se dice que varios templos fueron construidos con las sumas recogidas de esa manera. Una de las torres de la catedral de Rouen era conocida por esa razón como la torre de la mantequilla y unos documentos que se conocen como bula de santa cruzada, pero que por lo menos ya para el siglo XVI y más adelante son muy recurrentes la elaboración de estos documentos por medio de la santa cruzada, como decimos se conseguían indulgencias que comprendían la desatención de los preceptos cuaresmales, podías no someterte a esto; y eran bulas como ya dijimos que podías comprar. Las bulas referentes a los lacticinios y las carnes eran permisos comprados para consumir lácteos o carne durante los días prohibidos eran, como he dicho en otro momento, una especie de multa pagada con anterioridad a la violación de la norma».
Estas bulas llegaron a Nueva España, y en estas tierras algunos religiosos se proclamaron en contra de ellas, como el franciscano Fray Hernando de Vazancio, quién ya en 1544 impedía la venta de las bulas a los indios, diciendo textualmente que estas no eran bulas sino burlas, que eran falsas y que era burla comer queso con las bulas que compraban con dinero. Como el maestro Juan Pio lo apuntó en este apartado, sería interesante saber cuánto constaba una bula.