Cúcuta, Colombia.
En el puente internacional Simón Bolívar, que conecta a la ciudad colombiana de Cúcuta con la venezolana San Antonio del Táchira, se forma todos los días un hormiguero de gente que huye desesperada del país vecino para buscar la subsistencia al otro lado de la frontera.
Tan pronto se abre la frontera, con los primeros rayos del sol, miles de personas con la necesidad y la angustia estampada en el rostro cruzan a pie de San Antonio a Cúcuta y muchos de ellos lo hacen para no regresar, dejando atrás familiares y su historia.
Alrededor de 35 mil venezolanos pasan diariamente este puente -cerrado desde hace más de dos años por el Gobierno de ese país al tráfico de vehículos- para poder suplir la escasez de alimentos, medicamentos y otros productos de primera necesidad que sufren.
En la mitad del puente construido sobre el río Táchira, que marca la frontera natural de los dos países, se puede ver a personas con maletas al hombro, adultos mayores en sillas de ruedas, bebés en brazos de sus padres y familias enteras que cruzan ante la atenta mirada de las autoridades colombianas.
Unos metros más adelante, ya en territorio colombiano, abundan aquellos que se dedican a ganarse unos pesos ofreciendo todo tipo de servicios a quienes llegan, muchos de ellos sin más equipaje que la esperanza.
Hay desde vendedores de comida o de billetes de autobús hasta porteadores que cargan el equipaje de los recién llegados, e incluso quienes ofrecen dinero a las venezolanas por su cabellera para venderla luego a fabricantes de pelucas y de extensiones capilares.
Entre la abigarrada multitud, bajo el sol canicular que caracteriza a Cúcuta, se encuentra Walter Páez sentado sobre una montaña de maletas junto a sus tres hijos menores.
El hombre espera que las autoridades colombianas le concedan refugio a él y a su familia, pero mientras tanto tiene una urgencia más apremiante: conseguir dinero para poder viajar en autobús a Bogotá, donde aspira a encontrar un empleo.
"Da nostalgia y tristeza uno tener que abandonar el país que lo vio nacer, lo vio criar sus hijos" dijo Páez a Efe con la voz ahogada por el desasosiego que le produce el dejar atrás toda una vida en Venezuela para buscar un futuro incierto como extranjero.
Páez, albañil de 40 años, cuenta que se vio "obligado a buscar otro país" para mejorar su situación y la de sus hijos, uno de los cuales se quedó en Valencia (centro de Venezuela) con los abuelos, y confía en que una vez consiga trabajo pueda traerlos a todos.
En la zozobra en que se encuentra, a Páez le aterroriza pensar en la posibilidad de que sus hijos tengan que dormir en la calle, una dura prueba por la que han pasado miles de venezolanos que llegan a Colombia sin dinero, familiares o amigos que los socorran, y no les queda más recurso que instalarse a la intemperie en plazas y otros espacios públicos.
Historias como la de este albañil desesperado las hay por montones en Cúcuta, capital del departamento de Norte de Santander, que este jueves será visitada por el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, para hacer seguimiento a la crisis de los inmigrantes venezolanos que ya están regados por todo el país.
Muchos ven a Colombia como la entrada a la vida digna que no encontraron en Venezuela o como escala para seguir su azaroso viaje a otros países suramericanos como Ecuador, Perú, Chile o Argentina en busca de prosperidad.
También hay los que confían en que la situación en Venezuela cambie en el corto plazo y por ello dedican su tiempo a trabajos varios y al comercio informal en Cúcuta, con la esperanza de ser los primeros en regresar.
Es el caso de Angelina Guillén, de 25 años, que se vino a esta ciudad para dar a luz a su hija.
"Vine a parir acá porque allá no había gasa ni siquiera, además de que hay muchas bacterias (en los hospitales) y se puede complicar el embarazo", contó a Efe.
La crisis en la salud venezolana se refleja en la cantidad de embarazadas que pasan la frontera para que sus hijos nazcan en hospitales públicos colombianos que ofrecen mayores garantías.
Guillén, que se gana la vida vendiendo dulces en las calles y pidiendo limosna, asegura que la situación es tan crítica que tras el parto optó junto con familiares por quedarse en Cúcuta para poder alimentar a su bebé que ya tiene dos meses.
"Allá estaba comiendo muy mal y aquí me alimento mejor, así sea pidiendo en la calle", afirma.
Pese a que tienen la ilusión de que su país vuelva a ser tan próspero como lo recuerdan, sienten que en Colombia encontraron algo de esperanza.
"Aquí no tenemos un hogar, pero sí tenemos el alimento para nuestros hijos", concluye Guillén con resignación.
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