Bogotá, Colombia.
No hay señal en la puerta que indique que Enrique Rodríguez es el último luthier de la calle de Las Mandolinas, en el céntrico barrio bogotano de La Candelaria donde su pequeña tienda rebosa de aserrín y guitarras, charangos y tiples colgados y apoyados en cualquier esquina.
- Enrique, hijo de fabricante de tiples y bandolas que creció con el "olor del aserrín", se pasea entre los instrumentos que ha fabricado o reparado, todos de cuerda, similares a guitarras pero que muestran la gran variedad del folclore colombiano.
"Es transformar un trozo de madera en un instrumento, transformarlo y hacer que suene", explica.
Parece sencillo, pero conseguir el grosor exacto y la forma de la madera para que al pinzar una cuerda el sonido retumbe en el interior exactamente como debe, es todo un arte.
La mayor satisfacción, dice, "no es tanto ver lo bonito, sino que la persona que lo compra -y ojalá que sea un buen profesional en la música- le diga que ha quedado bien".
El resto, que el instrumento sea azul o verde o que se le hagan unos acabados finales en el cuerpo, son solo nimiedades:
"eso es bonito, pero no tanto como el encanto de que se escuche lo que lo que un profesional quiere".
- "Yo siempre he estado metido en el taller, es más, yo de carpintería no entiendo mucho, entonces no sé qué sería si no fuera este oficio", dice sin dejar de lijar una guitarra pequeña, para viaje, que le han encargado y tiene que acabar para venderla por unos 300.000 pesos (75 dólares o 70 euros).
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