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En el diseño de las nuevas instituciones exigidas por el talante democrático que México adquirió hacia finales de los años ochenta del siglo pasado, uno de los elementos conceptuales angulares fue la autonomía respecto al gobierno, por una razón que aún hoy resulta obvia: buena parte de los males que padecimos durante 60 años se la atribuimos a los malos gobernantes, nada más natural que suponer que de fuera de su órbita vendría el bien que nos urgía, moral, económico… en fin: social.

No haré el recuento de los órganos que ganaron el estatus de autónomos, uno es el que esta mañana me interesa: el Banco de México. Las lecciones que dejaron los sexenios de 1970 a 1988, los de Luis Echeverría, José López Portillo y Miguel de la Madrid, en cuanto al manejo de la política monetaria, incluida la cambiaria, y la inflación, sirvieron para propiciar la reforma al banco central de los mexicanos: dotarlo de autonomía para que cierto orden de lo económico no estuviera a expensas del juego político, y tampoco sujeto a las pocas luces y a las ínfulas del titular del Ejecutivo, y en 1994 la obtuvo, 69 años después de su fundación.

Fue una gran cosa, por lo que técnicamente implicó para la economía nacional, pero también como símbolo democrático: arrancamos al autócrata en turno una de sus más queridas potestades, la de disponer a su antojo sobre el devenir del peso.

La independencia del Banco de México no fue igual a la que otorgamos a las comisiones de derechos humanos o a la de los institutos electorales o a la de los de transparencia, porque antes que legalmente la obtuviera lo dirigía un personaje que con su hacer y calidad profesional se había ganado una dosis de ella: Miguel Mancera Aguayo, quien fue su último Director General y su primer Gobernador. Al amparo de él creció un grupo de economistas, internacionalistas y administradores públicos que no sólo actuaron desde el Banco de México, sino en la Secretaría de Hacienda. Hombres formados en universidades extranjeras, respetados en la arena internacional y conocedores del valor que para un país tienen las políticas monetarias libres de intereses partidistas o empresariales.

Por supuesto no todo fue, para las y los mexicanos, gozar de la inteligencia de los miembros de ese grupo: la autonomía del banco de México permitió sortear las crisis a las que algunos de ellos mismos nos abismaron, y sólo en un aspecto social amplio ha tenido una incidencia magnífica la independencia del banco central: el control de la inflación, bestia negra que se ensaña con los pobres, lo que no es un logro menor; sin embargo, la autonomía no incluyó atribuciones para mediar en la imposición del modelo económico secuela del devastador Consenso de Washington que, a partir del régimen de Carlos Salinas de Gortari, nos llevó a privilegiar indicadores económicos que prescinden de medir el beneficio, o no, de la mayoría en el país; el modelito que hoy luce a punto de la asfixia y que nos tiene en una paradoja perversa: somos una de las primeras 15 economías en el planeta, prohijamos a una las personas más ricas del mundo, mientras la mitad de la población vive pobre y una buena parte de la mitad restante es vulnerable: ante cualquier vaivén negativo de la economía no pocos de sus integrantes corren el riesgo de pasar al sustrato socioeconómico inferior.      

En medio de la complejidad de la economía fatalmente globalizada y de la evaluación amarga de lo que ésta ha sido para el país los últimos 25 años, el Banco de México añade algo de azúcar a la historia: se convirtió en referente interno y externo y su autonomía da certidumbre: por más en duda que esté la inteligencia del Presidente, por más codiciosos que se exhiban los partidos políticos, sabemos que no pueden dañar al banco central, porque además del arreglo jurídico que lo emancipa, quien lo rige tiene méritos técnicos y científicos, como Agustín Carstens.

Pero justo cuando los nacionalismos como el que representa Donald Trump corren impetuosos hacía sí mismos y obligan a repensar y a rehacer la trama económica que tejimos las últimas tres décadas, nuestro referente de estabilidad, el gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, decidió cambiar de chamba. Como no sucedía desde los tiempos de Jesús Silva Herzog, no quedan sino preguntas: ¿no es una muestra, otra, de la debilidad del Presidente que en horas aciagas para la economía del país el Gobernador del Banco de México se vaya porque le ofrecieron mejor sueldo? Y si su renuncia no es por la propuesta de un mejor trabajo, sino por un desencuentro serio con el equipo gobernante, ¿no es también una muestra de debilidad, pero doble: del país, que no puede retener a una de sus figuras públicas con mayor reconocimiento mundial, y por eso: una debilidad institucional? ¿Su decisión, no será más bien algo como: sálvese quien pueda? ¿En realidad creen, quienes minimizan el hecho, que las instituciones son más grandes que… etc.? Y la peor pregunta de todas: ante la imposibilidad del grupo que impulsó a Peña Nieto por perpetuarse vía el PRI, ¿quiere alzarse con la joya de la corona para trascender el sexenio y Carstens era un estorbo? Al fin, preguntas que casi son respuestas, a estas alturas del siglo XXI hacerlas es de por sí terrible.