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Título para describir el trance en el que un país llamado México está por estas fechas: En busca de la unidad perdida; o tal vez podríamos afinarlo un poco: Ya perdidos, con que aparezca la unidad nos conformamos. El huracán Trump con su vorágine político-diplomática-económica y demencial, categoría cinco, nos hizo recordar que aún somos una nación, un ente único, así conformado por una miríada de sujetos sociales diversos y plurales, además de por millones de mundos, tantos como cabezas podamos contar; Donaldo el iracundo nos hizo reparar en que la disputa por intereses particulares en la que hemos estado enfrascados ha hecho a un lado las racionalidades comunes que nos hacen eso, una nación.

Aunque tal vez concedamos demasiado poder al fanático que hoy rige el destino de Estados Unidos; lo que él vino a apurar es el desenlace de un curso en el que estábamos inmersos de lleno, aparentemente con esfuerzos inconexos, pero que al final iban tras lo mismo: recuperar el sentido de la sociedad, para el todo, sí, pero también para las causas que desde distintos grupos se mantienen vigentes. Bien podemos afirmar que lo deslumbrante y ubicuo de ciertas coyunturas ha ido dejando zonas de penumbra, que las partes resaltan más que el todo: la “casa blanca” del Presidente y la de recreo del ahora Secretario de Relaciones Exteriores; el crimen aún supurante de Ayotzinapa; la violencia extrema que azuela muchos territorios; la corrupción, en conjunto y caso por caso, por lo pronto gobernador por gobernador; lo electoral y sus análisis que suplen la urgente crítica y autocrítica del modelo político completo; la pobreza que cada día atrae más gente; los bajos salarios y la anhelada competitividad; el medio ambiente; las poblaciones indígenas, migración, inmigración… y así hasta el tipo de cambio peso-dólar y el gasolinazo, el anterior es un listado breve de los males que nos corroen y que en su brevedad no se acerca a entrar en las peculiaridades regionales, en donde cada tema gana dimensión particular, posee una prioridad diferenciada y que, por si no bastara la complejidad, ahora, en la era Trump, además debemos sopesar en la escala global.

Pero, qué es lo que tenemos en la vitrina de lo que en tiempos románticos llamábamos: “el concierto internacional de las naciones”: un muro cuya sola mención nos lacera y peor, trata de describirnos: nos pone en calidad de indeseables, de peligrosos, de prescindibles; pero también una economía que evaluada de bulto está entre las primeras veinte del mundo, sólo que contrapunteada con una corrupción y una desigualdad que se han vuelto marca de identidad, aunque a su vez tienen en el lado opuesto una cultura sólida, en las letras, en la música, la arquitectura, en las artes plásticas, en la historia habitada por aztecas, mayas, olmecas, toltecas, zapotecas, wixárikas que no son ajenos al imaginario común del planeta, y gastronomía, gente, geografía, mares… una multitud de temas, de cosas, de paisajes, de creaciones, que sin pensarlo dos veces podemos meter en el sustantivo propio México, y considerarlo unidad, sin dudar y sin menoscabo de la bendita pluralidad que somos. 

Claro, respecto al casi lacrimógeno párrafo anterior podemos coincidir alegremente: reconocernos ahí, en lo ancho y profundo de eses México, démoslo por descontado. La cosa es que hay una unidad que me parece es la que en esta arremetida que sufre el país nos urge aceptar que es necesario buscar y abrazar: ésa que tiene que ver con la capacidad de hacernos cargo de que los demás que caben en el gentilicio mexicanos, mexicanas, son merced a la mirada que ponemos en ellos, y viceversa: cada uno somos gracias a que los demás existen, y considerarlos indispensables, a todos. La unidad que se vuelve tal porque hace a un lado categorías raciales, geográficas, socioeconómicas, de género, o simplemente partidistas o de pertenencia o no a la clase política, empresarial, ciudadana, académica, etc., o que cuando menos no las pone por delante a la hora de proponerse tareas comunes, por ejemplo: ponerle frente al Iracundo.

Esto significa no un armisticio para abandonar las luchas cotidianas en las que estamos empeñados para ser una nación justa, incluyente, que propicie las libertades y permita ejercer los derechos, indiscriminadamente; lo que implica es que sería deseable volvernos capaces de entender que las broncas que arrastramos también componen la unidad buscada: no seremos súbitamente virtuosos por tomarnos del brazo para rechazar a Trump y sus bajezas, seguiremos siendo sólo eso y todo eso: mexicanos y mexicanas, una sociedad imperfecta, pero al cabo, una sola cuando se ofrece, no para usufructo del presidente en turno, quien debe saber que, una vez pasado el mal trance, retornaremos a las materias de litigio que tenemos contra él, contra muchos como él, que a lo largo de un siglo han recurrido a la gente del común para resolver las grandes crisis, incluidas aquellas a las que es imperativo aportar lo que ellos han desestimado: la dignidad.